domingo, 10 de octubre de 2010

Entrevista a Rafael García Serrano




Le caí bien y desde aquel momento se notó. Ya entonces supe que la entrevista la salva el entrevistado y la cobra el entrevistador.
Rafael García Serrano estaba siempre en guardia, como si mantuviese la alerta del parapeto. Tenía una mirada interrogante, muy viva. Era culto, acogedor y sin dobleces. Atesoraba una coherencia vital que inquietaba a los acomodaticios y una sinceridad que molestaba a los mentirosos. Ya entonces su reino no era de este mundo y no quiero pensar cómo se sentiría ahora en esta España de pinochos zigzagueantes. A lo mejor la muerte le vino a su tiempo y además para bien, evitándole disgustos, aunque él no se hubiese acoquinado.
Rafael producía una cierta incomodidad en ciertas personas que él conocía de antiguo, desde antes del diluvio, pero nunca sintió la necesidad de complacer a los complacientes. No tuvo que descargar su conciencia –Descargo de conciencia tituló Laín el libro en el que entonó su mea culpa político– pidiendo perdón a quienes nunca piden perdón. No había por qué. Jamás calló aunque por ello recibiera papirotazos y sinsabores; de los primeros se defendió con su bien afilada pluma; supo recibir los segundos con indulgencia que no dañaba su entereza. Era un idealista sin complejos, como el del soneto de Ángel María Pascual, su amigo. Como buen navarro, le encantaba la fiesta de los toros –es delicioso su libro de relatos Los toros de Iberia– y nunca apostó por los cabestros.
Luego le seguí como articulista acerado de prosa impecable. Era un tiempo de grandes articulistas, algunos de ellos raptados ya por la muerte, otros ninguneados por el olvido, y no pocos, vivos y muertos, tiznados por la envidia, que es el vicio nacional. Rafael García Serrano tenía a veces asperezas de legionario y su estilo literario no admitía tributos a la ñoñería; escribía “a trancas y barrancas y echando el carro por el pedregal” como aconsejaba Azorín, escritor con el que no podrían encontrársele afinidades apreciables. Parecía escribir cabalgando, como Garcilaso.
Lo primero que leí de Rafael fue Eugenio o la proclamación de la primavera, una novelita –el diminutivo atiende sólo a su extensión– militante, ilusionada, sin concesiones a la melancolía. La novela de los diecinueve y veinte años. Dice que Eugenio, su amigo y protagonista de la narración, es “el muerto que yo hubiera querido ser”. Afortunadamente no lo fue, aunque estuvo a un paso de serlo; recibió una herida de guerra y convaleciente en un hospital avanzó en la construcción de su Eugenio, la historia de un muchacho que nada tiene que ver con el ideal que parece desear Marina Geli, consejera de Salud de Cataluña.
La novela más conocida de Rafael es La fiel infantería, luego llevada al cine, y con numerosas ediciones. Recibió el Premio Nacional de Literatura, lo que no la libró de ser retirada de las librerías por la censura. Así se movían quienes se empeñaban en ser más papistas que el Papa. La fiel infantería y Madrid, de Corte a checa, de Foxá, son las dos grandes novelas de la Guerra Civil desde la perspectiva de los nacionales. Foxá es otro personaje políticamente incorrecto. Se ejerce sobre él una persecución post mórtem por los sucesores ideológicos de quienes fueron a su casa para darle matarile en las tapias de la Casa de Campo y le dejaron en paz cuando enseñó su pasaporte diplomático y su nombramiento de cónsul de la República en Bombay. Un miliciano se dirigió a sus colegas: “Vámonos, casi nos cargamos a un indio”. Tal cual.
Rafael García Serrano publicó una obra muy interesante en el mimo de las palabras, Diccionario para un macuto, que debería haberle abierto las puertas de la Real Academia, aunque esa venerable institución no ha cambiado demasiado desde que se meó en sus tapias el joven Alberti. A veces, como el lago Ness, es más conocida por sus monstruos que por sus bellezas. Pienso en Galdós, derrotado en su primer intento de ingresar en la Academia por un señor Commelerán, que en nombre y fama literaria no ha resultado inmortal, pero que ganó aquella votación.
Como novelista brilla en las descripciones, en el andamiaje de las situaciones y en el retrato de sus personajes. Plaza del Castillo, Los ojos perdidos, Cuando los dioses nacían en Extremadura, entre otras, son grandes novelas.
Recuerdo a Rafael en su salsa de gran conversador; hablamos mucho. Aprendí de él y conocí su generoso apoyo a los jóvenes que queríamos abrirnos camino al olor de las linotipias como él lo había hecho de muchacho al olor de la pólvora.

Fuentes:

http://laotraeuropa.blogia.com/2010/100903-juan-van-halen-entrevista-a-rafael-garcia-serrano.php

http://www.intereconomia.com/noticias-gaceta/opinion/rafael-garcia-serrano

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